Titulitis aguda

 

En estos días se habla sin parar del presunto falso master de la presidenta de la Comunidad de Madrid y todos aventuran que conllevará su cese o dimisión y truncará definitivamente su carrera política. Este hecho ha aflorado situaciones similares en torno a políticos y parlamentarios de todos los colores, quienes parece que aportan y borran de su currículum títulos académicos a discreción.

Me planteo el asunto de la titulitis reinante en nuestro país (titulitis = inflamación de la percepción de la calidad del individuo basada en la acreditación de certificados de todo tipo. Definición propia). En nuestra sociedad, se promueve la realización de cursos de formación (muchas veces con un alto coste de matriculación), tanto en escuelas privadas como en universidades públicas, con el fin de acreditar supuestamente la valía profesional de un individuo y favorecer su acceso al trabajo; todo ello, sorprendentemente, por encima de la experiencia demostrada o la valía personal. De esta ansiedad por acumular títulos, másteres, cursos, etc – muchas veces obtenidos con pocas o ninguna exigencia de acreditar conocimientos – vienen los impulsos de las personas públicas o privadas para ‘adjudicarse’ experiencias formativas de renombre, con la intención vana (¿?) de revestirse de un determinado prestigio que más tiene que ver con ostentación de nivel económico, demostración de un determinado estatus social y acceso a relaciones con la élite social, política, económica o empresarial. Esta mañana oí en un programa de televisión calificar a tales hechos como ‘afanes heráldicos de pueriles desvaríos’. Y me gusta.

Todo esto sería la cara de una moneda. En la otra nos encontraríamos a los colectivos de personas que padecen los desajustes de nuestro sistema educativo. Y digo padecen ya que por razón de su neurodiversidad tienen dificultades para seguir los sistemas reglados y poco inclusivos en los que los llamados normales parecen desenvolverse como pez en el agua, incluso para corromperlos. Hablamos de jóvenes y adultos autistas, con capacidades para seguir una formación profesional o universitaria y para los cuales la mera asistencia a clase y las dificultades para la comprensión de las relaciones sociales que se generan en los contextos universitarios, unidas a la incomprensión y rechazo de la sociedad excluyente en la que vivimos, les hace muy difícil el acceso y el seguimiento de los cursos. Estos jóvenes, con condiciones intelectuales que les permitirían estudiar incluso con resultados brillantes, se encuentran con barreras diarias que convierten la enseñanza media y superior en un campo exclusivo para el tipo humano mayoritario, con capacidades estándar y solvencia económica.

Pongamos ejemplos: los programas formativos son inflexibles, poco aptos para personas con ritmos diferentes de estudio y organización. Es cierto que con el sistema de créditos se da una aproximación a lo que podría ser una gestión de la formación adaptada; sin embargo, nos encontramos con la obligatoriedad de hacer exámenes orales ante un tribunal o la necesidad de trabajar en equipo, circunstancias poco menos que imposibles de alcanzar por los estudiantes autistas. Por si fuera poco, se mantienen los sistemas de exámenes escritos y a tiempo tasado, en aulas superpobladas: un campo hostil para personas que tienen dificultades en la psicomotricidad fina, por lo que tienen dificultades para dominar la caligrafía, sobre todo bajo presión, y problemas de sobrecarga sensorial. Un aula llena de gente conlleva un alto nivel de estimulación sensorial que dificulta o impide la concentración, y los tiempos de examen impiden dedicar el necesario a escribir con una caligrafía legible a la velocidad que se requiere.

Por otro lado, los planes de acogida y adaptación para apoyo a la discapacidad con los que cuentan algunas universidades, no contemplan la contingencia de las personas autistas: no existen visitas previas a espacios del campus y aulas, no existen adaptaciones a la realización de exámenes, control de tiempos o formatos de realización de los trabajos (no al menos a los niveles que se requiere); no existen los mediadores sociales (mediador social = persona autista preparada o neurotípica con conocimiento del mundo del autismo y con capacidades para funcionar como interlocutor en la resolución de conflictos, favoreciendo la comunicación y promoviendo el bienestar de las personas autistas en entornos laborales, escolares y sociales.)

A pesar de todo, contamos con un buen número de personas autistas con formación media o superior, a las que les pasa lo contrario que a la Sra Cifuentes y sus compañeros: ya pueden esgrimir el mejor título o la mejor nota media; el mejor máster, trabajo de fin de grado o TFM, que no consiguen revestirse del aura de valor necesaria para ser admitidos en el mundo laboral. Hay ejemplos de jóvenes autistas que se convierten en estudiantes eternos, pasando de una carrera a otra, de una especialización a otra, como alternativa a una vida aislada y sin objetivos a la que les aboca la sociedad que les cierra las puertas de acceso a la vida independiente y al trabajo. Se convierten en niños eternos, dependientes primero de padres y luego de hermanos o instituciones, tratados como menores de edad, negándoles sus derechos fundamentales y su desarrollo personal. También encontramos jóvenes y adultos con capacidades profesionales y actitudes admirables para el desempeño profesional, que son incluidos en el pelotón de los torpes, sólo por haber sido etiquetados como ‘menos válidos’ (¿Recuerdan el término minusválido? Erradicado en la teoría, pero subyacente en el imaginario social cuando hablamos de personas diferentes). En general estas personas son vistas como dependientes, necesitadas de protección y a las que no se les otorga el respaldo laboral que cabría esperar de su capacitación y formación.

Se me ocurren soluciones. Se me ocurre pedir a los Ministerios de Educación, Empleo y Seguridad Social, Sanidad Servicios Sociales e Igualdad, que favorezcan planes de inclusión y accesibilidad universal para el casi medio millón de personas autistas en nuestro país. No debemos olvidar que desde que se ha extendido el espectro del autismo, incorporándose al mismo al nutrido grupo de las personas con síndrome de asperger, ha crecido exponencialmente el número de individuos con capacidades intelectuales preservadas o superiores que se engloban bajo el término de autista; lo que rompe los paradigmas y estereotipos que unen tradicionalmente al autismo con la discapacidad intelectual, algo a tener muy en cuenta.

Se me ocurre también que se podrían contemplar las especificidades de las personas autistas en los planes de acogida en las universidades y centros de formación profesional y que se podría incorporar la figura del mediador social a los grupos de inclusión en la educación.

Y, además es condición inexcusable que se cuente con las propias personas autistas cuando se diseñen los planes, cuando se implanten, cuando se evalúen y revisen. ¿Saben por qué? Porque, sencillamente, hay que abandonar la posición del ‘todo para ellos, pero sin ellos’, en la que se ha asentado la sociedad respecto de la diversidad de las minorías; para tener en cuenta el lema que reivindican las personas autistas: ‘Nada para nosotros sin nosotros’.

Si empezamos este post hablando de la titulitis aguda de nuestra sociedad, quiero acabar defendiendo la necesidad de considerar las capacidades de las personas por encima de los certificados reales o aparentes. Y con ello ni excuso la venta de títulos, ni la falsedad en documentos, ni la gravedad de unos hechos que, por encima de todo deben abochornar, por innecesarios y pueriles, a nuestro políticos, a nuestros responsables universitarios y a los ciudadanos de a pie que falsifican firmas, que realizan montajes de acreditaciones y títulos académicos pensando que son más capaces de lo que son por el simple hecho de exhibir en la pared un título que así lo diga, aunque sea más falso de que un duro de goma.

Y debemos hacer, por último, una llamada de atención a los empleadores que hacen convocatorias para cubrir puestos de trabajo recabando títulos, cuanto más mejor, sin pararse a comprobar las capacidades y las actitudes de los candidatos, excluyendo muchas veces a los mejores en favor de aquellos que más sellos tengan en su pasaporte estudiantil. Y con ello, no siempre aciertan.

Un vez más tenemos que llevarnos las manos a la cabeza y decir, como el personaje de nuestro recordado y admirado Forges: ‘País….’. ¿Será la última?

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